jueves, 9 de mayo de 2013

EL CUENTO DE LAS HABAS CONTADAS


Esto era un rico, pobre de espíritu, que, venido a menos, no podía pagar su hipoteca.
Esto era un pobre, rico de espíritu, que, al estar en paro, tampoco la podía pagar.
El rico, siguiendo su ideario político, había plantado lechugas en sus ventanas y cada día tomaba una hoja. Con lo que ahorraba en la cesta de la compra pagaba su hipoteca, guardaba la línea anhelando la vuelta de veranos de yate en Ibiza y se sentía congraciado con Cospedal.

El pobre se había dado por vencido. Varias letras impagadas auguraban un próximo desahucio y para compensarse de su desazón se entregaba a generosas viandas, a veces de habas con embutido… ¡Era un loco epicúreo!

Mientras esto sucedía el banquero de ambos, el que les concedió la feliz hipoteca, se jubilaba con ochenta millones de indemnización.

FIN

jueves, 11 de abril de 2013

Confieso que he robado (pero imbuida por el espíritu parisino de sus grandes monumentos)


Esta mañana me he acercado hasta la biblioteca de Calpe en busca de un libro de Robertson Davies que había localizado previamente por Internet. Ana, mi medio hermana, me trajo otro de este mismo autor la semana pasada y me ha encantado. Por eso he buscado en las cercanías de Benissa, para repetir. En Calpe tenían A merced de la tempestad así que he cogido el coche y para allá. Tengo prestados tres libros infantiles de la última animación lectora que cogió mi chiquilla, los tendría que haber devuelto el día 5 pero, por las pascuas, resulta que mañana es el siguiente cuentacuentos.  Podría haber devuelto los libros yo, pero me gusta que sea ella quien los tome prestados y después los devuelva. Así que pensaba devolverlos mañana y he ido a la biblioteca de Calpe sabiendo que tenía libros sobrepasados. Recordaba, aunque igual estoy equivocada, que el programa de bibliotecas no sanciona (no suspende el préstamo) hasta que los devuelves, que solo te advierte de que el usuario tiene libros sobrepasados y te pregunta que si quieres continuar con el préstamo.
La bibliotecaria en cuanto ha leído la advertencia me ha dicho que no podía prestarme. Le he explicado que eran libros infantiles, que era mañana el cuentacuentos, que el retraso se debía a las pascuas, que venía de Benissa expresamente a por ese libro, que el programa no me había sancionado todavía, ¡qué sólo quería leer! Pues la tía ahí, inflexible, que no. Le he preguntado, obviamente, el motivo de su inflexible negativa y me ha dicho que era porque sino después su jefa le echaba la bronca. Viendo que ella se mostraba como el mero brazo ejecutor le he dicho que quería hablar con su superior para preguntarle por qué eran tan inflexibles, que si no se acordaban de aquella finalidad última de cualquier biblioteca: fomentar la lectura.  Me ha dicho que su jefa estaba ocupada y yo pacientemente he esperado de pie unos 10 minutos. Para entretener la espera he cogido la novela y la he ido ojeando, parecía buena, brillante, como la que acababa de leer. En la faja que lo envolvía una tal Nuria Barrios (El País) decía: “Háganse un regalo, no demoren el placer de leerle” En la primera página, la primera frase decía:

“- Va a ser un incordio mayúsculo para nosotros dos -dijo Freddy-. ¿Por qué no armas un escándalo, Tom?”

¿Estaba leyendo lo que estaba leyendo? ¿Acaso Robertson Davies me guiñaba un ojo desde la eternidad y me animaba a la insumisión? Probablemente no, pero ha sido entonces cuando se ha instalado en mi mente la idea de saltarme unas normas que no respeto porque no tienen sentido. Yo estudié Derecho. Siempre digo: lo estudié… lo olvidé… pero aunque no quieras queda un poso. Y resulta que di todo un curso de filosofía del derecho, su manual enterito de 700 páginas, que puedo resumir de la forma siguiente: Toda norma se apoya en su finalidad y si la pierde, el derecho pierde su sentido y por ello su obligatoriedad.

¿Por qué se suspende el préstamo a una persona cuando se retrasa en la devolución de un libro? Se busca proteger a otro lector que hubiese querido leerlo y no lo ha podido hacer por culpa de tu retraso. Los tres libros que cogió Sila son de iniciación a la lectura, finitos, con letra de palo, completamente intercambiables, sin ninguna singularidad, de los que hay a cientos en las bibliotecas. ¿Molesto realmente a alguien retrasándome 5 días en su devolución? Ya, ya, pero si todo el mundo actuase como tú la biblioteca sería un caos. Pero es que nadie actúa como yo, la gente cumple las normas, yo también, incluso somos amables y sonrientes con quienes nos atienden, pero hay veces en la vida que ocurren excepciones: pascuas, retraso de la animación lectora quincenal a la que acudo con mi hija… Estoy de acuerdo con que la biblioteca sea un sitio ordenado y no un caos, de hecho tenían dos libros de Davies y uno tenía mal el tejuelo (DAL en lugar de DAV), pero ¿para qué?, ¿para qué son necesarias las normas de uso de las bibliotecas, para que quede bonito, todo ordenadito en sus estanterías o para que la gente lea y se lleve libros? ¿De verdad tiene la biblioteca de Calpe tal afluencia que justifique ese celo inquisidor? El libro que yo quería llevaba en la estantería desde mayo de 2011. Han tenido que pasar dos largos años para que pueda darse una vuelta, para que alguien interesada por él  recorra unos kilómetros en su busca. No me engañaba, Robertson Davies me estaba animando a montar un escándalo, él hubiese querido que me lo llevase.

He esperado a que "recto brazo ejecutor" fuese a ver si su jefa ya podía atenderme, gesto que repetía cada cinco minutos, y al irse, he tomado el libro entre mis manos y he salido por la puerta bien tiesa, con postura digna, la barbilla alta.

Nunca robar me pareció más justo. Aunque lo mismo que confieso que he robado, confieso que lo devolveré en cuanto lo lea.

A mis espaldas se oían voces lejanas: Señora! Señora! Qué cara! Se lleva el libro???

Me he girado, la he mirado a los ojos y he respondido: no, yo no. En mi mente, algo nublada por el bochorno, sólo tenía cabida el siguiente involuntario pensamiento: Señorita normativista, mírame atenta, que verás por dónde me paso tus putas normas:

¡Por el arco del triunfo!


PD: Prueba nº1

domingo, 29 de julio de 2012

ORBUÁ


“Rosalía di Credo era hermosa, con esa belleza flaca que sólo necesita para manifestarse, la menor cantidad de carne posible” Marguerite Yourcenar. El denario del sueño.

Rosalía di Credo era hermosa, con esa belleza flaca que sólo necesita para manifestarse, la menor cantidad de carne posible.  La edad y la vida habían dado a su boca un rictus rectilíneo que no ascendía ni bajaba más que en contadas ocasiones. Caminaba de puntillas, como si tuviese miedo de pisar de un momento a otro una mina enterrada y trataba de disimular constantemente la falta de sintonía entre sus actos y sus pensamientos.
Quizá Rosalía di Credo hubiese sido infeliz en un matrimonio perpetuo, no obstante y pese a saberlo, lo deseaba y se compadecía por no alcanzarlo. Había nacido un año antes de que el hombre llegase a la luna y a sus cuarenta y tres recién cumplidos, todavía desvelaba el sueño de muchos en las noches de plenilunio.
Una tarde en que Rosalía, huyendo del calor de su vieja casa, había ido a sentarse en uno de los bancos que jalonan el paseo marítimo, conoció a Genoveva, una fotógrafa que trabajaba en esos momentos en la instantánea de un anuncio de helados con cuatro modelos italianas.
- Dame tu teléfono, anda – le dijo Genoveva casi sin parar de disparar su réflex.
Rosalía miró sorprendida a la fotógrafa, tenía pinta de golfillo: el pelo muy corto, camiseta negra de tirantes muy ceñida, un cuerpo fuerte, musculado, fibroso.
- ¿Y para qué quieres tú mi teléfono?- le respondió asustada de su propia audacia y desparpajo.
- Espérame veinte minutos y te lo cuento.

Desayunaron con vino de la Terras altas.

Jamás en la vida había conocido Rosalía aquella voluptuosidad, aquel explosionar de la vida; qué de piruetas, qué de vértigo en el estómago, qué risa.
Su amor duró lo que dura un embarazo hasta su parto.
Rosalía quiso dejar las cosas claras, atar aquello que no se debe ni se puede atar.
Una noche, llorando, le pidió ser su novia:
- Quiero que seas mía y de nadie más.
- Pero yo soy de la naturaleza, del viento, de todos, de nadie… - le respondió Genoveva, sintiéndose culpable de un crimen que no había cometido.
Desde aquella conversación ninguna de las dos quiso, ni pudo, reformar o reconvenir su postura; y aferradas cada una a su islote flotante se fueron separando más y más.
Una tarde que Genoveva miraba el cielo con una copa de vino en la mano, sintió un fuerte deseo de asesinar el sentimiento de culpa que oprimía sus entrañas. Cogió el teléfono, llamó a Rosalía, y aprovechando la circunstancia de que ella era, sin duda, la más cosmopolita de ambas, le dijo: ORBUÁ.



domingo, 25 de marzo de 2012

Se me fue la musa

Se me fue la musa. Todo porque me enamoré del policía local de mi barrio. Me gustaba tanto su sensibilidad, su libretita rosa de las multas. Mi familia se escandalizaba: Pero bueno! Una mujer casada como tú! Con hija y marido! Pero yo no podía oponer resistencia, me sentía irresistiblemente atraída hacia su pito, hacia su silbato de guardia urbano y mi corazón ardía de pasión. En el trabajo también fue un escándalo, la vampiresa pasé a llamarme y empecé a vestir ropa con estampados de leopardo, ajustada, muuuuuuuuuy ajustada.  Yo me quería poner el mundo por montera y lucía mi cuerpo de esta guisa pero mi musa empezó a no comprenderme, a rehuirme. Todo lo que escribía eran lugares comunes, cartón piedra y lloraba desesperada. Mi aspecto se volvía cada vez más grotesco, más alejado de lo común y empecé la primavera con medias de rejilla. Compré el carmín más rouge que encontré en el chino y pinté mis labios finos. Ahora vivo atormentada, mi poli me abandonó con mi musa, dijo que le espantaba mi vestuario. Imploré el perdón de mi familia, pero solo obtuve burlas y risotadas. Así que decidí subirme a los árboles como Cósimo Piovasco di Rondo y no me pienso bajar. Escribiré desde hoy historias planas, mi estilo se tornará naif y sin musa ni nada viviré feliz sentada a horcajadas en las ramas de un cedro libanés. Quizá me venza algún anochecer de primavera y el color azul oscuro que precede al negro de la noche haga que caiga en la nostalgia y te eche de menos, musa, pero sólo será un instante, el necesario para tomar impulso y saltar hacia adelante a lo Tarzán con mis chinelas de plata.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Dejen que al menos escape la gata

Mostrador de carnicería, luz eléctrica irradiando sobre los trozos de carne despedazada, dándole un aspecto más fresco del que realmente tiene. Todo es cuestión de luminotecnia.
Separados por su procedencia, los pedazos se extienden a lo largo del mostrador: cordero por un lado, cerdo por otro, pollo, pavo… Cada uno tiene su espacio asignado, sin mezclarse con el resto. Cada cual con su leyenda, su cartelito, su precio.
Tú, ama de casa, llegas con tu carro comprado en el chino. Eres nueva en el pueblo y tienes que vencer tu timidez, tus reservas. Abrir la puerta y acceder.
Una vez dentro te sientes observada por el resto de ojos que miran indistintamente hacia el mostrador y hacia ti. Por un momento te das cuenta que has pasado a formar parte del mostrador y estas dentro. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Y te acomodas, o más bien te arrebujas, entre el pavo y un trozo verde de planta de plástico que adorna por contraste el rojo de la ternera de al lado.
Tímida, pides la vez y los ojos que te miran, qué importa que sean otros ojos, son los de las habituales. Miradas expertas cargadas de prejuicios. Categorizar para vivir: “No me pongas la carne ya picada. Ponme de este trozo de aquí. Sí, es que me gusta que me la piques en el momento.”
Mar Muñoz, la carnicera, asiente paciente. Está acostumbrada a las desconfianzas. Sabe que son mecanismos de defensa y sabe también que no es por maldad, pero cuando después esta cortándote el cordero, astilla queriendo un trozo de hueso que te irá a parar al hueco de la muela y te hará recordarla en mitad de una futura comida.
Tú, ama de casa, nueva en el pueblo, sigues acodada entre el trozo de pechuga y el verde irreal, esperando tu turno, iluminada por una luz cualquiera, y entonces, otra iluminada por otra luz cualquiera se gira y te mira sonriendo pero con ojos tristes: Si puedes escapa.
¿Tiene alto el colesterol o es una pro vegetariana infiltrada?
Seguramente es una persona sensata a la que tú, entregada al júbilo del vuelo, a los festejos carnívoros navideños, no quieres escuchar. Escápate porque luego duele.
Y de pronto observas que un silencio se vuelca sobre la carnicería y  que los trozos de carne comienzan a levitar. El primero en lanzar su ataque es un pedazo de lomo de cerdo que va a parar directamente al ojo de la mujer que estaba pidiendo. La aguja de la chuleta explosiona el globo ocular y salpica de un líquido extraño el cristal del mostrador.
- ¡Aaaaaaaaaa!- Se la oye gritar.
Una torva de señoras valenciano-parlantes intenta escapar y pasarte por encima cuando un jamón serrano colgado por la pezuña se ladea violentamente y desnuca a la siguiente de la cola.
- ¡Mar! ¡La kriptonita!- Oye que grita una abuela de ojos azules y pelo morado.
Unas tiras de zarajos se deslían de su palo y van a rodear el cuello de la vieja hasta casi ahogarla.
- ¡La kriptonita!- se desespera- ¡La kriptonita!
Ristras de longanizas y chorizos empiezan a lanzar latigazos a diestro y siniestro y el silencio se transforma en la banda sonora de película de terror.
En ese instante la carnicera ya no es Mar Muñoz, sino Uma Thurman en Pulp Fiction y de debajo del mostrador saca una pistola de agua de su sobrino y rocía todos los pedazos levitantes de un líquido hormonado. Un sonido de gong acompaña a los pedazos hasta su sitio.
Alguien entreabre la puerta y se escapa la gata. Tú quieres ser la gata, cuando escuchas:
- La fiesta ha terminado. ¿Quién va?
¿Quién VA?
 ¡LA SIGUIENTEEEE!- Se  oye rugir a la carnicera con voz enronquecida.
- Yo- contesto tímida – La siguiente creo que soy yo.


viernes, 11 de noviembre de 2011

Things are queer.

Ella era muy celosa y él irresistiblemente guapo. Formaban, por así decirlo, un tándem explosivo. Él vivía en un piso destartalado de la calle Sueca mientras ella se desvivía en la otra punta de la ciudad.
Todas las mañanas, antes de ir a su trabajo, cogía hasta tres autobuses para espiar su salida de casa. Se acodaba expectante en la barra del bar que enfrentaba con el portal de su novio y esperaba, con el café pagado de antemano para poder salir detrás de él en cuanto sus preciosos pies pisasen la acera. Lo seguía con el corazón acelerado, a una distancia prudencial, la justa para poder observarlo sin ser vista. A veces, se cruzaba con un chico que esperaba en un portal y ella imaginaba con cierta envidia que aguardaba a su novia para acompañarla al trabajo. Cuando su novio se agachaba para levantar la persiana de la academia y empezar así su jornada, ella cruzaba por el semáforo y desde allí seguía hasta la parada del autobús que la llevaba a su oficina. En ese momento empezaba su desdicha. Lo imaginaba tratando con todas esas alumnas que, con la excusa del inglés, iban a verlo, a proponerle cosas, a acosarlo. En su imaginación él aparecía sonriente, ingenuo a veces, siguiendo las bromas a las viejas y deseando a las jóvenes. Estaba cantado que al final pasara lo que pasó.
Todo comenzó a precipitarse un 11 de noviembre. Cuando ella llegó a su oficina y encendió el ordenador lo primero que hizo fue abrir el correo por si él le había mandado algo la noche anterior. Algunas veces le enviaba FWs rematadamente cursis o que intentaban, sin siquiera acercarse, ser graciosos. No le interesaban lo más mínimo, pero el que los hubiese, que apareciesen flamantes en un bandeja de entrada, significaba que había pensado en ella. Y ello pese a que su dirección apareciese sepultada entre toda la larga lista de contactos. Se sabía a toda esa gente de memoria: amigos comunes, compañeros de su anterior trabajo, sus hermanos, sus cuñadas… Siempre la repasaba para cerciorarse de que no incluía a nadie más. Y una vez comprobado este hecho, sus pensamientos se centraban en cada una de las mujeres que contenía la lista. Amonterde era Amparo, una amiga suya de la que no cabía fiarse, pues lo había dejado con su pareja hacía un par de meses y andaba, siempre según ella, loquita por acostarse con un novio como el suyo. Miren123 era una amiga suya de la facultad que pesaba cercana al apellido de su dirección de email, pero tampoco cabía fiarse, pues una vez, entre bromas, le había oído a él decir a sus amigos que las gordas eran las mejores en la cama porque eran más generosas ¡Generosas! ¡Dios mío! ¿A qué podría referirse? Esa misma noche se empleó a fondo y le mostró lo que, siempre según sus pensamientos, significaba la generosidad.
Por no pararse con las zorras de sus cuñadas pensó ahora en catviq y texmar, es decir, Catalina y Teresa. Sí, sí, tenían coartada, estaban casadas y también por ello aburridas de dormir muchos años en el mismo lado de la cama. A esas les sobraban las ganas. No podía resistirlo, tenía que entrar en su correo y comprobar qué le habían contestado, mirar qué mensajes había mandado él. Aprovechaba para estos menesteres los momentos en que él se metía en la ducha. Como vivía solo siempre dejaba marcada su contraseña y ella sólo tenía que darle a la página del correo para que la pantalla desvelara su bandeja de entrada. Leía con rapidez, discriminado aquello que no tenía interés y teniendo la precaución de marcar después lo leído como no leído.
Una vez, entre risas, ella le dijo: “Contémonoslo todo, lo que pensamos, lo que ansiamos, lo que hemos vivido y hasta nuestras contraseñas del Hotmail. La mía es tu nombre: Clive con la primera en mayúscula.” Él la abrazó feliz, sujetó su cara entre ambas manos y mirándola a los ojos le dijo: “Yo nunca podría tener un secreto que no pudiera compartir contigo” Después de esto la besó. El beso se alargó demasiado. Ella se angustiaba por la duración, porque cuanto más se extendiera aquello menos pegaría después la contra pregunta: ¿Y tu contraseña? ¿Cuál es la tuya? El largo beso llevó a otros besos de los que no pudo disfrutar, a otras caricias de las que ahora solo le quedaba un recuerdo agridulce. Finalmente no se atrevió a preguntar.
Sentada en el centro de su oficina tuvo una idea: su trabajo era lo que la separaba de él. Su jefa, esa arpía con cara de caballo, se interponía entre ella y él. Si hubiese sido más comprensiva, más cercana, hubiese bastado decirle que por la tarde tenía dentista. Correría hasta la academia y le pediría las llaves de su piso. “Mi jefa me ha dado la tarde libre, así que hoy te espero en casa con la comida preparada”. Mientras un par de pechugas se asaban a fuego lento ella podría ver qué le había contestado catviq, texmar, miren123, Amonterde e incluso las cerdas de sus cuñadas. Pero allí estaba su jefa, controlándola todo el tiempo. La que exigía con avaricia los partes médicos si un día te levantabas constipada. No, no podía decir que iría al dentista porque luego no tendría el parte. Lo mejor sería despedirse. En febrero cumpliría tres años trabajando lo que significaba que tendría unos once meses de paro. ¡Oh, sí! Once meses en los que no volvería a sufrir. Podría conocer cada uno de sus movimientos. Le haría la comida. Remolonearía por las tardes hasta que la noche y el frio le dieran la excusa de no volver a su piso. Se esforzaría porque todo fuese de su agrado, el orden de la casa, su humor, cientos de cervezas frías esperándolo. Podría, poco a poco, lanzar la propuesta: “ya casi vivimos juntos ¿por qué no borrar el casi de una vez por todas? ¡Oh cielos! Mañana, tarde y noche sólo para ella.
Mientras tanto Clive en su academia pensaba angustiado en la forma de librarse de Ana. Se había enamorado de su cuñada Lola. El matrimonio de su hermano hacía años que hacía aguas. Él solo había tratado de conocerla un poco mejor pero después las cosas se habían precipitado. No pasaba nada. No era tan malo, lo había visto en Hannah y sus hermanas.  Esas cosas pasan entre cuñados. Pero al pensar en su novia un sentimiento de culpa lo paralizaba. Ella era… tan complaciente, tan buena persona. Siempre estaba atenta a sus sentimientos, a sus caprichos. Bastaba que expresara en voz alta cualquier deseo, cualquier nimiedad insignificante, para que ella corriese a concedérselo. Era buena amiga, trabajadora y… rematadamente aburrida. En cambio Lola era tan distinta a todas las mujeres que había conocido. Bella, inteligente, graciosa, divertida… Pero no, no ¡No! Todo aquello debía acabar ¿Cómo iba a sentirse su hermano si se enteraba? Quedaría con Lola y zanjaría definitivamente el asunto. Obviaba que cuando uno está enamorado la mente busca los más enrevesados subterfugios para ver a la persona amada.
La llamó por teléfono y la invitó a comer. Ella le dijo que no era buena idea, cualquier conocido podría cruzarse con ellos y entonces qué ¿Cómo explicarlo? Él estuvo de acuerdo, no era buena idea salir, así que la invitó a su casa.
-Te prepararé mi mejor plato, pechugas a la plancha con un poco de ensalada de sobre, ya sabes que soy un gran cocinero- dijo riendo.
-No deberíamos vernos tanto- le dijo ella- No quiero engancharme.
- Sólo hoy, ya no te lio más.
En ese mismo instante, al otro lado de la ciudad, Ana se levantó de su escritorio, apagó el ordenador y se dirigió hacia su jefa.
-Elena necesito hablar contigo.
- Uy qué cara ¿qué pasa?
- Elena escúchame, por favor. Llevo casi tres años trabajando aquí y ¿qué he conseguido? Nada, nada en absoluto. Mi sueldo es aceptable pero se evapora a mitad de mes. Necesito tiempo, descansar, desconectar. Elena, por favor, necesito que me arregles los papeles del paro.
- ¡Pero qué dices! Me dejas de piedra.
- Que no aguanto más, que me voy, que me largo.
- Pero si trabajas de maravilla. Apenas te has puesto enferma en tres años. Estamos contentos contigo. Te pagamos bien, eso no me lo puedes negar. Mira hagamos una cosa, vete a casa y descansa. Tómate la tarde libre. O mejor cógete una semana de vacaciones.
Ana dudó unos instantes.
- ¿Y qué arreglamos con eso? No. La semana que viene será igual. Y la otra, y la otra…
- Ana, por favor, piénsalo un poco. Estamos en crisis, la tasa de paro ronda el 20% ¿Qué harás el año que viene? Volver ni por asomo. Si me gastas esta putada, si me dejas tirada en mitad del proyecto… Tómate unos días, ya no vuelvas esta tarde. Seguro que en casa recapacitas.
- Gracias por preocuparte por mí pero necesito marcharme ¿me arreglarás los papeles?
- Sí, Ana, sí, te arreglaré los papeles justo después de mandarte a la mierda.
- ¡Gracias! ¡Te quiero! Dame un par de besos. Avísame cuando los tengas y no incluyas la indemnización por despido, no es dinero lo que necesito sino libertad.
Ana se dirigió hacia la academia volando a diez centímetros del suelo mientras los cuñados hacían el amor en el piso de él. Le contaría que a Elena no le iban bien las cosas y que la había despedido. Sí, le echaría la culpa a la crisis y asunto arreglado. Le pediría las llaves y le daría un beso pequeño, de esos que buscan dar pena y piden consuelo.
Mientras esperaba el autobús decidió llamarlo, pero él, ocupado en otras cosas, cortó la llamada. Un chico se agachó delante de ella y cogió algo del suelo. Al colgar Ana le preguntó:
- ¿Qué has cogido? ¿Se me ha caído algo?
- No. En realidad no había nada en el suelo. Es solo que… bueno, quería conocerte.
Se lo quedó mirando de hito en hito. Era rematadamente feo y llevaba unas gafas estilo años sesenta bastante horripilantes.
- Que quieres conocerme, ya. Pues nada hijo, me llamo Celeste - y le plantó dos besos.
No pudo resistirlo, estaba tan contenta que le pareció gracioso seguirle el rollo a ver qué pasaba.
- Yo me llamo Carlos y tú, dijo con aire divertido, tú no te llamas Celeste sino Ana. ¿Tienes un momento? ¿Tomamos un café?
- No puedo, he quedado a comer con mi novio- mintió.
- Sólo será un momento ¿No te suena mi cara? Dame cinco minutos.
Entonces se acordó, era el chico que todas las mañanas esperaba a su novia en el portal.
Entraron en un bar cercano a la parada del bus. En él Carlos le contó que se habían conocido una noche en un bar de Ruzafa hacia unos meses. Él iba con un grupo de amigos y tenían una amiga común.
- ¿De verdad no te suena mi cara?
Desde aquella noche Carlos se había obsesionado con Ana. Todas las mañanas la seguía en su periplo matutino, a cierta distancia para no ser visto. A veces se situaba en mitad de su camino para ver si ella se fijaba en él.
- Sabes - le dijo - yo sé que tú haces lo mismo que hago yo.
Le había tocado pedirse una reducción de jornada para poder abarcar también las tardes.
Ana le miraba entre divertida y alucinada. Después de todo, las gafas no eran tan horripilantes, tenían cierto estilo vintage.
Su ansiedad había ido en aumento. Necesitaba verla a todas horas. Así fue como empezó a barajar la posibilidad de dejar su trabajo, hasta que un día dio con la solución. Echó un currículum en la empresa de Ana  e hizo una entrevista con Elena bastante aceptable. No podía creerlo, pero Elena lo acababa de llamar hacía sólo quince minutos, mientras él espiaba como siempre su salida a comer.
- Bueno la situación es ésta - le dijo- Podríamos trabajar juntos a partir de mañana. Aunque el sueldo es inferior ahora mismo voy a despedirme en mi trabajo, pero antes quería contártelo todo.

Hubo un largo silencio tras el cual Ana lo miró a los ojos y le sonrió ampliamente. Se giró hacia el camarero y pidió dos whiskys.

For the gentleman and the lady Welland, my friends.


jueves, 20 de octubre de 2011

Fue un final apocalíptico

Se llamaba legionella y vivía en el interior de un aire acondicionado. Ella no era, por así decirlo, una bacteria de matices. Más bien lo suyo fuese el paso grueso, la rosca ancha.
Su naturaleza la hacía ser desconfiada y susceptible y solo salía a infectar cuando no había moros en la costa. Si no lo tenía claro, se quedaba colgada de las rejillas del Split viendo todos los programas de corazón que echaban por la tele, lo cual le ocupaba un tiempo considerable que le hurtaba al pensar. Disfrutaba viendo a los periodistas despedazar a los famosos. Se lo tenían merecido ¿Acaso no ganaban dinero a espuertas sin pegar palo al agua? Había en su atenta observación un viejo morbo conocido ya en el circo romano, y no pequeñas dosis de envidia.
Legionella, como otras tantas legionellas, disfrutaba del estado del bienestar que otros habían creado y quizá por no ser obra propia no le conferían demasiada importancia. Tenían un sistema educativo digno, donde educar a sus legionellitos, con garantía de acceso universal, para pobres y ricos. La sanidad garantizaba el tratamiento de todas las enfermedades que sufrían las legionellas, incluyendo los más avanzados equipos de diagnostico precoz frente a las fumigaciones indiscriminadas  que a veces eran llevadas a cabo por los humanos. Pero con respecto a todo esto, la sanidad, la educación, las libertades individuales… actuaban lo mismo que un adolescente descreído, era obligación que lo tuvieran.
Hasta que un día llegó hasta sus vidas un salva patrias que, en mangas de camisa arremangada y sin siquiera corbata, empezó a soltar frases simplistas y redondas con las que convenció a todas las legionellas de que él era el único que podía garantizarles el trabajo. Poco a poco fue encumbrándose y ganando más adeptos. Lo tenía fácil, pues su antecesor, disfrazado de legionella socialista había vaciado esta palabra de contenido protegiendo el sistema financiero y recortando a los menos pudientes. Primero se había dirigido a la Administración general, con una calculada campaña orquestada con la colaboración de los medios de comunicación, todos los funcionarios legionellas eran en aquella época repudiados por los demás, mirados con recelo en el metro. Eran unos vagos, así que el primer recorte, bajar los sueldos, fue abiertamente celebrado ¿De nuevo circo romano? Pasó un tiempo y los recortes fueron bajando el nivel adquisitivo de los recortados, y así, fueron los parados de larga duración los que vieron volar su subsidio. Son unos vagos – jaleaba la gente – que busquen trabajo. Se redujo el gasto en cultura: festivales de cine, bandas de música… ¡Son unos chupópteros! - decían a coro las legionellas no afectadas. ¿Otra vez el deporte nacional? Se hizo una reforma laboral que apretaba las tuercas a los de abajo, se orquestó otra campaña de acoso y derribo contra los docentes que trajo como consecuencia el aumento de su tiempo de trabajo con la consiguiente bajada del nivel educativo…
¿Queréis que os diga que la cosa paró aquí?
Salva patrias entró con más razón que un santo, encumbrado en su mayoría absoluta, jaleado por aquellos a quienes al final iba a joder. Y claro, recortó a lo Cospedal pues ¡no veas cómo encontró aquello!
Fue un final apocalíptico: La comunidad de legionellas fue primero recortada a la mitad. El motivo: una fumigación humana masiva frente a la que sólo pudieron salvarse las legionellas acaudaladas que pudieron pagar la vacuna. El sistema de salud había sufrido tales recortes que ni siquiera hubo para niños y ancianos. Esa élite pudiente que sobrevivió fue nuevamente diezmada por un nuevo ataque y así sucesivamente hasta que en Legionellandia sólo quedó una oligarquía legionellística que vivió desde entonces, en comunidad, en los aspersores del Parque del Turia (zona Palau, of course) No veían la tele, pues desde siempre aborrecían los programas del corazón por ser opio del populacho. Se dedicaban a elevadas lecturas y a lucir palmito con sus coches caros que salvaban vidas (tipo Infiniti)  y sus caros relojes que ocultaban por cantarines y no por pudor. A veces pensaban con nostalgia en aquellas legionellas caídas en el camino. Cuando ellas correteaban por allí sus fastos eran más fastos, pero este pensamiento sólo duraba un momento. Después volvían a lucir marcas en las pecheras y su henchida vanidad les curaba la nostalgia.