“Rosalía di Credo era hermosa, con esa belleza flaca
que sólo necesita para manifestarse, la menor cantidad de carne posible”
Marguerite Yourcenar. El denario del
sueño.
Rosalía di Credo era hermosa, con esa belleza flaca
que sólo necesita para manifestarse, la menor cantidad de carne posible. La edad y la vida habían dado a su boca un
rictus rectilíneo que no ascendía ni bajaba más que en contadas ocasiones.
Caminaba de puntillas, como si tuviese miedo de pisar de un momento a otro una
mina enterrada y trataba de disimular constantemente la falta de sintonía entre
sus actos y sus pensamientos.
Quizá Rosalía di Credo hubiese sido infeliz en un
matrimonio perpetuo, no obstante y pese a saberlo, lo deseaba y se compadecía
por no alcanzarlo. Había nacido un año antes de que el hombre llegase a la luna
y a sus cuarenta y tres recién cumplidos, todavía desvelaba el sueño de muchos
en las noches de plenilunio.
Una tarde en que Rosalía, huyendo del calor de su
vieja casa, había ido a sentarse en uno de los bancos que jalonan el paseo
marítimo, conoció a Genoveva, una fotógrafa que trabajaba en esos momentos en
la instantánea de un anuncio de helados con cuatro modelos italianas.
- Dame tu teléfono, anda – le dijo Genoveva casi sin
parar de disparar su réflex.
Rosalía miró sorprendida a la fotógrafa, tenía pinta
de golfillo: el pelo muy corto, camiseta negra de tirantes muy ceñida, un cuerpo
fuerte, musculado, fibroso.
- ¿Y para qué quieres tú mi teléfono?- le respondió
asustada de su propia audacia y desparpajo.
- Espérame veinte minutos y te lo cuento.
Desayunaron con vino de la Terras altas.
Jamás en la vida había conocido Rosalía aquella
voluptuosidad, aquel explosionar de la vida; qué de piruetas, qué de vértigo en
el estómago, qué risa.
Su amor duró lo que dura un embarazo hasta su parto.
Rosalía quiso dejar las cosas claras, atar aquello
que no se debe ni se puede atar.
Una noche, llorando, le pidió ser su novia:
- Quiero
que seas mía y de nadie más.
- Pero yo soy de la naturaleza, del viento, de
todos, de nadie… - le respondió Genoveva, sintiéndose culpable de un crimen que
no había cometido.
Desde aquella conversación ninguna de las dos quiso,
ni pudo, reformar o reconvenir su postura; y aferradas cada una a su islote
flotante se fueron separando más y más.
Una tarde que Genoveva miraba el cielo con una copa
de vino en la mano, sintió un fuerte deseo de asesinar el sentimiento de culpa
que oprimía sus entrañas. Cogió el teléfono, llamó a Rosalía, y aprovechando la
circunstancia de que ella era, sin duda, la más cosmopolita de ambas, le dijo:
ORBUÁ.